Montamos en el carro y cierran la puerta, torcemos ligeramente y enfilamos la carretera de Vladimir o como nosotros la llamamos, la Vladímirovka, poca gente nos despide, realmente somos deshechos humanos, algunos de nosotros no verá más un samovar ni comerá ternera guisada en San Petersburgo, algunos ni siquiera miramos atrás para despedirnos de una ciudad a la que nunca hemos apreciado; el barro que anega las calles hace que nuestro paso sea tortuoso y cansino, los niños corren alrededor nuestra como principal diversión que les brinda la calle, logran abstraerse por unos instantes de sus míseras vidas al lado de madres tísicas y padres holgazanes y borrachos con ínfulas de nobleza; el organillero toca una canción rusa para despedirse, nos nubla el alma de temor y escarnio, las aguas del Nevá bajan negras, indómitas corren por el anchuroso cauce.
No nos arrepentimos de nuestros delitos, somos rusos y sabemos que nuestro paso hacia el futuro ya se ha dado, nos esperan los trabajos forzados y los violentos azotes en nuestras espaldas, alguno canturrea una canción conocida, enseguida le acompañamos todos, vamos a un lugar ignoto en nuestras mentes, vamos a un lugar a expiar nuestros pecados, vamos... vamos... vamos hacia la kátorga.
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