Le diré de mí mismo que soy un hijo de mi tiempo, un hijo de la increencia y de la duda, lo he sido hasta ahora e incluso (lo sé) lo seré hasta que me muera. Cuántas penas me ha costado ya mi sed de fe y cuántas me cuesta todavía. Una fe que se vuelve más fuerte en mi alma cuantos más argumentos contra ella encuentro.

Fiodor Dostoievsky

03 abril, 2009

CINCO CONTRA UNO

Me aparto porque viene decididamente a por mí. Me hundo en el verde légamo. La luz me vuelve a inquietar, mi trémula carne me pide calor a gritos. Ella se ha ido, me ha dejado inane, pacato ante las aguas ocres que acechan mi enjuto cuerpo. Algo me aprieta en el vientre, he de saciar el impulso. Quiero subir hasta allí arriba pero me cuelo entre los estratos de esta tierra fangosa. Subrepticiamente mi boca de limo llama inconstante. ¡Suelta, suelta! Las incombustibles gotas que caen, que suenan y no pararán nunca, nunca, nunca. Amenazante clepsidra alborotadora, famélica de tiempo. Ruido. Estruendo cercano… despierto.
No logro columbrar el techo de la habitación, ese techo lleno de estrellas pegadas macabramente para alguien harto de oscuridad. Estoy completamente bañado en un frío sudor (tendría que deshacerme de esta sofocante manta), las sábanas han logrado ahogarme dulcemente.


Logro mirar el impasible reloj, no puede ser, otra vez. No logro llegar e entender qué me hace despertar durante muchas noches a la misma hora, en medio de la madrugada. Ni siquiera una desértica sed aunque mi lengua abogue por un buen trago después de una noche de absenta.
Cada vez me cuesta más enrostrarme con el infausto reloj que me recuerda y me ajetrea, me subyuga y despierta. ¿Por qué he de dejar mi falsa muerte?
La oscuridad es casi total pero aún no es perentoria, me encuentro ufano entre indescriptibles sensaciones de penumbra y desconocimiento. No creo que alguien logre observarme recostado, sudoroso, expectante ante la incertidumbre de no poder palpar más allá de la tenue luz que emana de mi inseparable compañero. Ahí está, hierático, encima de una vieja mesilla, roída por el tiempo que no la ha perdonado.


No quiero encontrar la luz, no quiero separarme del pegajoso y untuoso calor que me acuna, la verdad es que estaría bien volverme a dormir.
Malditas estrellas que martillean mi vaga vista, ¡malditas sean! Una a una forman un borroso cosmos ante mis miopes ojos, un cosmos en mi negro techo, un cosmos colocado quién sabe cuándo y quién sabe por qué.
Mis pies disienten de mi cuerpo, están gélidos, mejor sería no acercarlos a ninguna parte de mi ardiente físico. Es extraña la sensación de sentirse vivo, ardiente, casi magmático, y a la vez gélido, helado por un marmóreo frío desazonante en mitad de una insomne noche.
Qué malévolo azar del destino me hace surgir de mi oneroso estado onírico para catapultarme a un desasosegante estado de vigilia. Todas las noches vuelve a molestarme, no podré seguir así mucho tiempo. Creo que estaría bien volverme a dormir.


Pero creo que ahora tengo miedo a lo que me rodea (estoy harto de vagar por esta misma habitación todas las tardes cuando me dedico a mis lecturas). No sé, creo que tengo miedo y quiero no mirar, no tener ojos. El frío ha conseguido usufructuar con mi antes fogoso cuerpo. Me castañetean los dientes, sólo esto malogra la quietud del silencio, no quiero tener dientes (ah, mi querida Berenice). Las sábanas me envuelven por completo en esta inmensa soledad amparada por mi pequeña y desdibujada galaxia y por este maldito reloj expectante, guardián que no deja de mirarme cual Argos con sus mil ojos. Me atrevo a sacar la temblorosa mano de entre la pesada manta envolvente, quiero que no me observe desde lo alto de esa maltrecha mesilla, excrutador, marcando el imparable suceder del tiempo. No puedo… Creo que estaría bien dormirse.


Estoy verdaderamente aterrorizado, la consuetidunaria familiaridad de las cosas que creo que me rodean no me apaciguan, no se si están ahí y si lo están,creo que se ciernen amenazantes, alejándome de mi ahora candoroso estado onírico. Estoy verdaderamente compungido de la escalofriante fría noche que me turba. Me ahogo entre las sábanas, me hundo, debo salir, enrostrar la arcana oscuridad. Pero me falta valor, no sé, me falta valor y creo que estaría bien dormirse ahora, ya.


Creí haber dormido durante centurias, logré abrir los ojos y colegir la misma ofuscación, el mismo desamparo y por supuesto, allí en el intangible techo, las mismas luces apagadas y el impávido reloj a mi siniestra.
Mi inerme cuerpo volvía a estar empapado, sudoroso. Ya no tenía miedo, mi pánico había desaparecido, sin embargo no quería extender ambas manos y palpar la envolvente negrura rota por dos tristes haces. No quería, no me atrevía y no tenía un justificado temor.


Tenía la impresión de necesitar un reparador sueño que me hiciera olvidar estas eternas noches desasosegantes, creo que necesitaba dormir, no estaría mal caer en los brazos de la expectante noche. No estaría mal dormir un buen rato.
Pero ese tenue y a la vez pulcro haz de luz, de maldita luz… Quiero ser lo suficientemente osado para poder sacar, a tientas, mi mano, mi trémula mano, y poder derrocar aquel impertérrito descontador de vida de su conspicuo bastión que me atenaza y parece solazarse de mi ya perdida gallardía. Aunque no tengo miedo sé que no me voy a atrever.


Alboroto, un deseo. Un fulgor, un anhelo. Compañía, utopía.
Silencio, espesa negrura, inquieta soledad. No debo dejarme seducir por estas tres instigadoras realidades que me abruman, que me rodean.
Mi mano disiente de mi atenazado cuerpo, lenta en la sombra, siguiendo el iluminado camino… cinco contra uno es mayoría.


Me aparto porque viene decididamente a por mí. Me hundo en el verde légamo…

1 comentario:

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